Quiero contarte, lector,
la vida de un peregrino
que luchó contra el Desino
con denodado valor,
que supo del dolor
en el correr de los años;
de perfidias y de engaños
y mentidas alabanzas;
vió morir sus esperanzas
y cosechó desengaños…
Este anciano venerable,
de escrutadora mirada,
con la cabeza nevada,
y de trato siempre afable;
nunca tuvo vida estable,
pues, según su larga historia,
fue como ave migratoria
que mudando de estaciones,
erró por muchas naciones
en pos de dicha ilusoria.
Comprendió en su juventud
que el amor puro es eterno;
que al hombre adusto hace tierno
con su mágica virtud;
que al alma en su plenitud
le atrae el cándido amor,
porque es eternal fulgor
que irradian los corazones;
¡Y que nido es de ilusiones
lisonjero y seductor!
Visitó magnates, reyes,
de países muy lejanos…
Vió surgir, caer tiranos
y violar sapientes leyes;
vió hambrientos pueblos y greyes
de distintas religiones,
levantar rojos pendones
en asoladoras guerras,
que ensangrentaban las tierras
por absurdas opiniones.
Cierta vez, este viajero,
llegó a una ciudad hermosa,
como ninguna suntuosa
por su esplendor hechicero;
invitando a pasajero
deleite en sus diversiones,
por sus fastuosos salones
y sus damas fascinantes,
que a sus gallardos amantes
abrían sus corazones.
Los padres, con sus prolijos
cuidados y su constancia,
desterrando la ignorancia,
educaban a sus hijos.
Todo era allí regocijos;
vivía el pueblo contento,
no abatía el sufrimiento
y con libertad inmensa,
escribían en la prensa
y era libre el pensamiento.
Sus parques engalanaban
multitud de gayas flores,
y al exhalar sus olores
el ambiente embalsamaban
florecientes se encontraban
sus extensas alamedas,
que al mecer las brisas ledas
en las tardes polícromas,
esparcían los aromas
de eucaliptus y resedas.
Ciudad de palacios reales
y medioevales conventos,
de iglesias y monumentos
y obeliscos colosales:
obras bellas, inmortales,
por su regia arquitectura,
donde el pasado aún fulgura
con maravilla esplendente
para mostrar al presente
que sobre todo perdura.
Para admirar los parajes
de bellos alrededores,
que los más diestros pintores
imitan en sus paisajes;
por sus cielos con celajes
de oro y de grana teñidos,
y sus lagos extendidos
donde el que es artista siente,
con admiración creciente
que se embargan sus sentidos.
Salió ansioso el peregrino
una tarde arrebolada,
y cruzando una cañada
por un angosto camino,
cuando el fulgor vespertino
en tenues luces moría,
lleno de melancolía
llegó a elevada meseta,
donde se hallaba un poeta
que improvisando decía:
“-Tarde de sombras y brumas
y de eléctricos fulgores,
tarde en que mueren las flores
con el beso de las brumas.
Hay aleteos de plumas
en el bosque rumoroso,
y del río caudaloso
que recorre la extensión,
se adivina la canción
que va cantando gozoso.
El viento peina los pinos
con un aliento de rosas,
y vuelan las mariposas
bajo los cónico pinos:
hay mil armónicos trinos
que hablan de amoroso afán:
y las brisas que se van
por la tupida floresta,
nos recuerdan una orquesta
de la Scala de Milán.
Las campanas de la ermita
se despiden de la tarde,
cuando el sol apenas arde
detrás de la vieja ermita.
La noche se precipita
por los confines del cielo;
y con su aliento de hielo,
entume mirtos y rosas,
las anémonas preciosas
y el embriagante asfódelo.
Los astros del firmamento
que titilan por instantes,
simulan grandes diamantes
del peplo del firmamento.
Va de momento en momento
aumentando el esplendor,
y entre el vesperal fulgor
que cautiva mis sentidos,
los pájaros, de sus nidos
hacen tálamos de amor.
Son fuegos fosforescentes
en que el cosmos se satura
de rádium, en la hora obscura
de luces fosforescentes.
Luminosas y candentes
franjas, se ven en la aérea
e inmensa bóveda etérea,
para dejar demostrado,
que el radiante es otro estado
que presenta la materia.-“
Al oírle recitar
los dulces versos aquellos,
que eran fúlgidos destellos
de su genio singular,
el viajero quiso hablar
al incógnito poeta
de alma sensible, de esteta,
y de expresión elocuente;
más contempló, de repente,
del viajero la silueta.
Y al anciano, con asombro,
le dijo el bardo -¿Quién eres?
Dime: ¿Qué buscas? ¿Qué quieres?
¡Verte aquí me causa asombro!
No te llamo ni te nombro
en los versos que recito.
¿Eres, acaso, un proscrito
ser de sufrimiento eterno,
que se escapó del infierno
y anda errante en lo infinito…?
-Yo,- replicó el buen anciano,
con su calma acostumbrada-
no soy alma acongojada,
ni fantasma del arcano.
Vengo de un país lejano,
y al llegar a estos lugares,
para calmar los pesares
que andan conmigo, en el viaje,
vine a dar a este paraje
donde escuché tus cantares.
Sublime es la poesía;
para mí, un bardo es sagrado.
Admiro, y siempre he admirado
ese don que les dio un día
el Artífice, que guía
por el cielo a los planetas;
don con que hace a los poetas
cantar, como ruiseñores,
sus placeres, sus amores
y sus penas más secretas.
La noche había cubierto
con sus sombras la meseta,
y el anciano y el poeta
bajaron con paso incierto.
Todo se hallaba desierto
en la inmensidad obscura,
y por la extensa llanura
se fueron en charla amena,
mientras el aura serena
salmodiaba en la espesura.
la vida de un peregrino
que luchó contra el Desino
con denodado valor,
que supo del dolor
en el correr de los años;
de perfidias y de engaños
y mentidas alabanzas;
vió morir sus esperanzas
y cosechó desengaños…
Este anciano venerable,
de escrutadora mirada,
con la cabeza nevada,
y de trato siempre afable;
nunca tuvo vida estable,
pues, según su larga historia,
fue como ave migratoria
que mudando de estaciones,
erró por muchas naciones
en pos de dicha ilusoria.
Comprendió en su juventud
que el amor puro es eterno;
que al hombre adusto hace tierno
con su mágica virtud;
que al alma en su plenitud
le atrae el cándido amor,
porque es eternal fulgor
que irradian los corazones;
¡Y que nido es de ilusiones
lisonjero y seductor!
Visitó magnates, reyes,
de países muy lejanos…
Vió surgir, caer tiranos
y violar sapientes leyes;
vió hambrientos pueblos y greyes
de distintas religiones,
levantar rojos pendones
en asoladoras guerras,
que ensangrentaban las tierras
por absurdas opiniones.
Cierta vez, este viajero,
llegó a una ciudad hermosa,
como ninguna suntuosa
por su esplendor hechicero;
invitando a pasajero
deleite en sus diversiones,
por sus fastuosos salones
y sus damas fascinantes,
que a sus gallardos amantes
abrían sus corazones.
Los padres, con sus prolijos
cuidados y su constancia,
desterrando la ignorancia,
educaban a sus hijos.
Todo era allí regocijos;
vivía el pueblo contento,
no abatía el sufrimiento
y con libertad inmensa,
escribían en la prensa
y era libre el pensamiento.
Sus parques engalanaban
multitud de gayas flores,
y al exhalar sus olores
el ambiente embalsamaban
florecientes se encontraban
sus extensas alamedas,
que al mecer las brisas ledas
en las tardes polícromas,
esparcían los aromas
de eucaliptus y resedas.
Ciudad de palacios reales
y medioevales conventos,
de iglesias y monumentos
y obeliscos colosales:
obras bellas, inmortales,
por su regia arquitectura,
donde el pasado aún fulgura
con maravilla esplendente
para mostrar al presente
que sobre todo perdura.
Para admirar los parajes
de bellos alrededores,
que los más diestros pintores
imitan en sus paisajes;
por sus cielos con celajes
de oro y de grana teñidos,
y sus lagos extendidos
donde el que es artista siente,
con admiración creciente
que se embargan sus sentidos.
Salió ansioso el peregrino
una tarde arrebolada,
y cruzando una cañada
por un angosto camino,
cuando el fulgor vespertino
en tenues luces moría,
lleno de melancolía
llegó a elevada meseta,
donde se hallaba un poeta
que improvisando decía:
“-Tarde de sombras y brumas
y de eléctricos fulgores,
tarde en que mueren las flores
con el beso de las brumas.
Hay aleteos de plumas
en el bosque rumoroso,
y del río caudaloso
que recorre la extensión,
se adivina la canción
que va cantando gozoso.
El viento peina los pinos
con un aliento de rosas,
y vuelan las mariposas
bajo los cónico pinos:
hay mil armónicos trinos
que hablan de amoroso afán:
y las brisas que se van
por la tupida floresta,
nos recuerdan una orquesta
de la Scala de Milán.
Las campanas de la ermita
se despiden de la tarde,
cuando el sol apenas arde
detrás de la vieja ermita.
La noche se precipita
por los confines del cielo;
y con su aliento de hielo,
entume mirtos y rosas,
las anémonas preciosas
y el embriagante asfódelo.
Los astros del firmamento
que titilan por instantes,
simulan grandes diamantes
del peplo del firmamento.
Va de momento en momento
aumentando el esplendor,
y entre el vesperal fulgor
que cautiva mis sentidos,
los pájaros, de sus nidos
hacen tálamos de amor.
Son fuegos fosforescentes
en que el cosmos se satura
de rádium, en la hora obscura
de luces fosforescentes.
Luminosas y candentes
franjas, se ven en la aérea
e inmensa bóveda etérea,
para dejar demostrado,
que el radiante es otro estado
que presenta la materia.-“
Al oírle recitar
los dulces versos aquellos,
que eran fúlgidos destellos
de su genio singular,
el viajero quiso hablar
al incógnito poeta
de alma sensible, de esteta,
y de expresión elocuente;
más contempló, de repente,
del viajero la silueta.
Y al anciano, con asombro,
le dijo el bardo -¿Quién eres?
Dime: ¿Qué buscas? ¿Qué quieres?
¡Verte aquí me causa asombro!
No te llamo ni te nombro
en los versos que recito.
¿Eres, acaso, un proscrito
ser de sufrimiento eterno,
que se escapó del infierno
y anda errante en lo infinito…?
-Yo,- replicó el buen anciano,
con su calma acostumbrada-
no soy alma acongojada,
ni fantasma del arcano.
Vengo de un país lejano,
y al llegar a estos lugares,
para calmar los pesares
que andan conmigo, en el viaje,
vine a dar a este paraje
donde escuché tus cantares.
Sublime es la poesía;
para mí, un bardo es sagrado.
Admiro, y siempre he admirado
ese don que les dio un día
el Artífice, que guía
por el cielo a los planetas;
don con que hace a los poetas
cantar, como ruiseñores,
sus placeres, sus amores
y sus penas más secretas.
La noche había cubierto
con sus sombras la meseta,
y el anciano y el poeta
bajaron con paso incierto.
Todo se hallaba desierto
en la inmensidad obscura,
y por la extensa llanura
se fueron en charla amena,
mientras el aura serena
salmodiaba en la espesura.
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