Había
una vez un joven que amaba locamente
la
caza. Montado en su incansable caballo corría
jornadas
enteras por montes y valles. Allá
en
el bosque, entre las hierbas y las plantas, no
había
huella de ser humano. Era el reino de las
aves
multicolores, de los antílopes, de los leones
y
de los leopardos.
Mas
un día, tras las gacelas que se abrevaban
en
la fuente vio una joven mujer de extraordinaria
belleza.
No tenía la osadía de avanzar por
miedo
de romper el encanto. El arma que tenía
en
la mano se le cayó al suelo y el leve ruido
puso
en vuelo a las gacelas. Él se encontró de
frente
a la joven salvaje. La saludó gentilmente,
y
le preguntó por el nombre, la aldea de su
padre
y el motivo por el cual estaba en ese lugar
desierto.
Solamente el silencio respondió a sus
preguntas:
la pobre era muda.
El
príncipe decidió, igualmente, montarla en
su
caballo y llevarla a la casa. En la casa había
un
médico famoso que hacía caminar a los paralíticos
y
hablar a los mudos; a él le confiaron
la
muchacha, y el médico con paciencia infinita,
logró
darle confianza y después hacerle emitir
algún
sonido.
Después
de algunos meses, había despertado en
ella
el recuerdo de la palabra perdida. Todavía
ninguno
había logrado sacarle el secreto de su
infancia.
Al príncipe no le importaba, estaba
enamorado
perdidamente y obtuvo del padre el
permiso
de casarse.
Su
alegría fue tan grande al nacer un niño tan
bello.
Todo el pueblo estaba de fiesta. Ninguno
había
visto nunca, un niño así tan bello. Lleno
de
agradecimiento, el príncipe regaló a su
esposa
un precioso collar de oro. La joven madre
lo
miró distraídamente y no prestó mucha
atención
al obsequio. El príncipe se preocupó
mucho.
“Tal vez —pensó— el oro no le gusta”.
Después
de unos años, cuando nació el segundo
niño,
el príncipe dio a su esposa un collar
de
perlas rarísimas. También esta vez, la joven
madre
puso a parte el regalo con indiferencia y
dijo
al príncipe sorprendido e incierto: hubiera
preferido
un racimo de uvas o dátiles, un pequeño
pan
o una docena de huevos.
Estos
eran los regalos de costumbre, los que la
gente
común de la aldea solían hacer a una joven
madre:
frutas, huevos y pan, los símbolos
más
genuinos de la vida que comen las madres
en
comunión con la gracia de Dios.
Pero
para el príncipe, no había nada mejor que
un
collar de oro o de perlas preciosas hechas
por
las manos de un artista. Él no comprendió
las
palabras de la esposa y dejó la habitación de
lujo.
Cuando
regresó tuvo una nueva sorpresa: encontró
a
la esposa hirviendo en una pequeña
olla
los collares de oro y de perlas. Furioso
pensó
que una mujer salvaje no podía apreciar
sus
dones refinados y se marchó murmurando:
“hija
de mendigantes...”, la mujer tuvo un sobresalto
pero
se quedó callada.
Después
de algún tiempo, la princesa pidió al
marido
que fuera con ella a volver a ver el pueblo
de
su padre y los lugares de su infancia. El
príncipe
aceptó de buena voluntad, así tendría
la
suerte de conocer finalmente el origen misterioso
de
la esposa.
Para
el gran viaje prepararon los mejores caballos,
las
provisiones abundantes y los sirvientes
en
buen número. Cuando todo estuvo en orden,
la
caravana emprendió el viaje. Marchó por valles,
montañas
y desiertos hasta que llegó a los
pies
de una pared rocosa donde la princesa se
paró.
Eh
aquí —dijo— mi padre era Rey de este pueblo,
pero
su reino fue engullido por la arena.
¡Excavad
aquí!
Los
siervos se pusieron a la obra y rápido encontraron
una
puerta. El príncipe y la princesa
entraron
en el subterráneo, encontraron
salones
revestidos de mármol y vieron urnas
repletas
de oro y de joyas de todo estilo. Encontraron
tablas,
sillas y camas de oro. Al final
entraron
en una sola habitación donde vieron,
alineados
a la pared, una docena de esqueletos.
La
princesa explicó:
—¡Eh
aquí mi padre! Allá está mi madre. Aquí
están
mis hermanos y mis hermanas.
—¿Y
por qué murieron? —preguntó el príncipe
con
excitación-
—La
lluvia no volvió más a fecundar la tierra.
El
sol secó las fuentes y manantiales, los rebaños
perecieron
y también la gente comenzó a
morir
por falta de agua y de alimento. Mi padre
no
pudo ayudar al pueblo. Sus fabulosos
tesoros
no pudieron hacer conseguir una gota
de
agua o frutos para comer. Entonces decidió
seguir
con toda su familia la suerte de su gente.
El
príncipe comenzó a entender, bajó la cabeza
y
meditando sobre la vanidad del poder y de la
riqueza,
se dio cuenta que existía una balanza
sobre
la que puso un racimo de uvas que pesaba
mucho
más que todas las montañas de oro y los
collares
hechos por artistas.
Pálida,
la mujer continuó:
—Mi
padre hizo preparar una bebida envenenada
y
cada uno de mis parientes tomó su
copa,
yo sola escogí la vida. Cerré mi copa con
un
poco de arcilla y huí a la sabana donde me
habéis
encontrado. Aún recuerdo donde la escondí.
Y
en aquella fúnebre soledad, donde toda la familia
real
se había unido al pueblo en la muerte
para
testimoniar la vanidad de las riquezas,
delante
de la voluntad de aquel que es el único
soberano,
la joven princesa antes que el marido
se
diera cuenta de lo que estaba por acaecer repitió
el
gesto de su padre y vació la copa de un
solo
trago.
Después dijo:
—Eh
aquí mi copa. Hoy la bebí también yo
para
quedar entre mis parientes. Y tú no dirás
más “hija de mendicantes”.