Rhododendron

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Tsutsuji

29 octubre, 2016

165. Palabras. Fulton J. Sheen, estadounidense.

Escuché la charla de dos jóvenes, una muchacha y un muchacho.

Ella había logrado buenas calificaciones en algunas materias en la universidad, él… bueno, no tan buenas. Ella se burlaba un poco, y el muchacho sin sentir la menor vergüenza alegó “De qué te servirá todo eso que aprendiste este año si volvemos a la guerra, no sería mejor que nos divirtiéramos, no hay nada más fastidioso que estudiar. Y al final no tiene objeto, mi primo Juan que apenas sabe leer y escribir gana millones y mi hermano Alberto que fue siempre el primero de su clase vive miserablemente”. Ese joven pensaba hacia el exterior, no concedía al individuo más valor que el que le daba la parte material de su existencia. La personalidad no contaba para él, y por desgracia ese es el pensamiento predominante de nuestra juventud, en su subconsciente prevalece el miedo que la guerra dejó a sus padres, el temor los hace despreciar la riqueza espiritual, el cultivo de la inteligencia, viven sin darse cuenta deseando casi que una nueva catástrofe les dé la razón, los libere de la obligación de estudiar, de pensar. Y procuran aprovechar hasta el último minuto que tienen porque acaso después llegue la muerte y no han podido aprovechar la vida.

En estas condiciones para qué puede servirnos la inteligencia, para usar palabras más o menos bonitas, para hablar con más o menos gracia, para saber usar el cinismo, o para criticar más fácilmente; pues para para todo esto la inteligencia necesita también un poco de cultura, de práctica, necesita ejercitarse pensando, de otra manera los hombres hablarían como los niños repitiendo lo que oyeran y muchas veces no sabiendo lo que decían.

La palabra nos fue concedida no para desperdiciarla en inútiles discusiones, no para perjudicar a los otros, para criticarlos sin piedad y para ofenderlos. Nos la dio nuestro Señor para que pudiéndonos comunicar por medio de ella con nuestros semejantes fuera un vehículo de alegría, de satisfacciones, para que con ella pudiéramos dirigirnos a Él y agradecer sus bondades.

Para que pudiéramos construir con ella el edificio de nuestros pensamientos, para que todo lo hermoso que pudiera haber en nuestra mente salga por los labios y puedan conocerlo los demás que por corta inteligencia no sean capaces de convertir una idea en una frase.

La palabra le fue concedida al hombre como le fueron dadas la inteligencia y el alma, es un privilegio que no tenemos el derecho de desperdiciar, sin la palabra no podrían entenderse los sabios, no habría manera de comunicarnos de uno a otro continente por medio de teléfono o de otros medios. No sería posible aprender un mecanismo ni hacer una amistad, ni llegar por la exteriorización de las ideas a amar a otra persona.

Jesucristo cuando estuvo en el mundo habló nada más, su doctrina estuvo hecha de palabras, porque él sabía que era el mejor medio para llegar a los corazones y la mente. Por qué entonces despreciarla ahora menospreciando ahora la reflexión que pueda traducirse después en una bella frase que sirva a los demás. Por qué agotarla y volverla inútil como consecuencia de una actividad y de un vértigo material que no puede darle ningún valor, la palabra muchas veces puede salvarnos pero también puede perdernos. Tenemos el ejemplo número uno en el paraíso donde nuestros padres eran felices pero llegó el primer “rojo” y por oír su palabra revolucionaria perdieron cuanto tenían. Judas y San Pedro son otro ejemplo, uno se perdió y el otro se salvó.

No hables mucho porque te equivocarás mucho dice el refrán, y nada tan sabio como esto. El que calla y guarda silencio cuando es prudente puede en cualquier momento rectificar su pensamiento, pero el que habla siempre sin reflexionar antes, está en peligro constante.

Cuántas veces nos arrepentimos de haber dicho esto o lo otro, cuántas veces quisiéramos que los demás fueran sordos para que no escucharan lo que decimos en un momento de extravío o de violencia. Cuántas veces pretendemos componer algo que dijimos y lo descomponemos más.

La palabra dicha es inexorable, si ofendemos con ella podremos ser perdonados o castigados, podremos llegar a olvidarla pero el ofendido la guardará siempre y alguna vez surgirá en su memoria.

Todos podemos conocer lo sublime del silencio. Se equivocan los que suponen que solo en los monasterios se medita y se vive en silencio. El callar no está en contra de la actividad ni de la vida moderna, ni de nuestro vértigo, es una virtud que puede acompañarnos constantemente y que nos ayudará a encontrar más agradable hablar porque lo haremos siempre en el momento oportuno. Y si al terminar el día antes de dormir dedicamos unos instantes al silencio y miramos hacia nuestro interior aprenderemos pronto a corregirnos, pero tendremos que meditar en esos instantes de silencio con toda sinceridad.

Reconoceremos nuestros errores cometidos durante el día, nuestra, mente llegará después de un trabajo que al principio será difícil y más tarde fácil, a señalarnos esas faltas. La vida interior irá haciéndose más intensa, sentiremos la necesidad de volver con el alma después del vértigo y la actividad diarios al descanso del silencio. Nos acordaremos cuando menos entonces de que nuestro espíritu sí está desligado por completo de los afanes materiales, y podremos someternos humildemente al poder curativo de nuestro médico divino, y sobre todo sabremos que vale la pena vivir.


 
Fulton John Sheen (8 de mayo de 18959 de diciembre de 1979) fue un arzobispo estadounidense.
Trabajó en la televisión como presentador del programa Life Is Worth Living (La vida vale la pena vivirla) a comienzos de la década de 1950.


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