Rhododendron

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Tsutsuji

08 octubre, 2016

107. Vanidad. Fulton J. Sheen, estadounidense.

Un mal tan extendido entre la humanidad, una epidemia tan poco curada que por lo general nadie quiere advertirla en sí mismo y la fomenta en los demás. “La vanidad es algo indispensable para el hombre”, me dijo un conocido, “¿Qué haríamos si no fuéramos vanidosos? Es el punto más necesario para la vida, pues nos permite ser menos infelices”. Bueno, acaso se necesite un poco de vanidad alguna vez, puede ser incluso una fuerza que nos impulse a hacer algo que no haríamos sin ese impulso, pero como no estamos capacitados para dosificarla, es precisamente por lo que resulta un mal muy peligroso. Es un tobogán por el que nos deslizamos tan suavemente que casi no nos damos cuenta. Y cuando nos deslizamos por él una vez, el juego nos ha parecido tan agradable que lo repetimos mil veces. Vamos a imaginarnos a un hombre vanidoso, se mira en la mañana al espejo al rasurarse y piensa “Pues… no soy tan feo, tengo bonitos ojos, de color agradable, no como los de mi amigo Juan, ribeteados de rojo; y mi pelo así, medio rizado, gusta a las mujeres”. Cuando termina de rasurarse, ya tiene el convencimiento de que es guapo, irresistible para las mujeres y que es superior, en cuanto a la cara se refiere, que su amigo Juan. Mientras se viste, después del baño se mira al espejo de cuerpo entero y piensa satisfecho “Pues sí señor, soy esbelto, tengo buena estatura, la ropa me luce; no me sucede lo que a mi amigo Manuel, con esa panza que tiene ningún traje le queda bien”. Cuando acaba de vestirse, está firmemente convencido de que en cuanto cuerpo y cara se refiere, es muy superior a dos de sus amigos. Cuando desayuna no lee el periódico, no por atención a su madre o a su hermana, sino porque le han dicho que si lee por la mañana, se le hará una rayita abajo o al lado de los ojos, y él no quiere tener los ojos como los de su amigo Luis que parece veinte años mayor que él. Cuando termina de desayunar ya es superior a tres personas.

Como es pobre no tiene coche y mientras espera el autobús o el tranvía, observa a todas las personas que lo rodean, se compara y él sale ganando, y cuando nuestro amigo llega al trabajo ya es superior a veinte o treinta personas. Y en el trabajo es también superior a todos, según él, porque cuando su jefe le muestra algún error inmediatamente dice “Ah no, eso no lo he hecho yo, lo ha debido hacer algún otro”. Si algún trabajo merece elogio siempre se lo atribuye, aunque haya tomado en él una parte insignificante, si algún compañero es más afortunado que él con las muchachas piensa “Esas muchachas son estúpidas por eso se fijan en ese” Pero si se fijan en él piensa “Claro tenía que ser, yo soy de lo mejorcito de la oficina. Esta sí es una chica lista”. Cuando llega a casa cuenta maravillas de lo que él hizo, y pestes de lo que hicieron los demás. Y así vive uno y otro día dominado por su vanidad que no le permite prosperar ni ver nada bueno en los otros.

Todos los hombres debemos tender a superarnos, a tratar de ser como el mejor pero no a base de vanidad, no para nosotros mismos y nuestros ojos, sino para dar a nuestra vida una utilidad. Por lo general se utilizan los conocimientos, el saber con el único objeto de humillar a los demás; “Yo sé esto y esto; y yo hago esto ¿Por qué? porque yo sé esto que tú ignoras Por qué, porque yo soy muy listo y tú eres muy tonto” Este es el error fundamental del vanidoso; las cualidades resplandecen sin necesidad de que las ilumine una luz artificial, la inteligencia se muestra en cualquier acto de una persona, y el hecho de ser vanidoso, ya demuestra que se es tonto. Además, por lo común, el vanidoso es siempre ridículo. La vanidad es un tirano que nos convierte en esclavos; por ella el pobre se llena de deudas, para hacer el viaje que realizó el vecino, el gordo se somete a torturas, la delgada no digamos. Es como una inconformidad perenne que sufren los mortales. Y a la vanidad va por lo común aparejada la envidia. La vanidad es un yugo que sufrimos porque queremos, se puede recibir con corrección a una visita pero no nos conformamos con eso, hay que recibirla con el mejor atavío. Y si estamos enfermos nos humilla pensar que nos verá desarreglados y pálidos, y así es la vida nuestra, llena de pequeñas y grandes vanidades que nos hacen infelices.

Como decir, que si no fuera por la vanidad podríamos ser felices. Sólo existe un ángulo que podríamos aplicar para justificar a medias este pensamiento. El hombre necesita verse mejor de lo que es para soportar sus imperfecciones. Pero precisamente ese es el principio de la vanidad, el peligroso principio de la vanidad, el peligroso principio por el que nos dejamos deslizar hasta la cima de la insensatez, pero en nosotros mismos está el remedio, solo nuestro convencimiento puede curarnos de la vanidad. Es un trabajo muy difícil y muy paciente pero no es imposible; la humildad no es privilegio de los santos como decimos a menudo para justificar nuestros yerros.

Tiene la humildad muchos aspectos y se le dan muchos nombres, se dice de alguien que es un “infeliz” cuando no es vanidoso, cuando tiene la humildad de reconocer una superioridad en el prójimo. Se le llama “cobarde” si tiene la humildad de reconocerse inepto para algún trabajo intelectual. Y así sucesivamente. El vanidoso no puede admitir ninguno de estos aspectos ni puede aplicarse a sí mismo ningún epíteto que pueda significar humanidad. Su soberbia no le permite ver la verdad donde está, la siente en sí mismo y la niega a los demás y sin embargo ese hombre soberbio, vanidoso, se humilla servilmente admitiendo como única superioridad la material.

No se han fijado en que el vanidoso es presa fácil del astuto, en que es él el instrumento más dócil del inteligente sin escrúpulos. El vanidoso no está capacitado para distinguir un halago de una ironía. A propósito de esto oí una vez a un muchacho que dijo a otro “Si quieres que Juanito te preste sus colores dile que sólo con ellos podrás hacer bien tu dibujo pues se parecerá al suyo, pero no vayas a decirle que te saldrá igual al suyo porque entonces no te presta nada”. Ese muchacho aún siendo un chiquillo ya conocía la fuerza del halago.

La humildad que combate a la vanidad fue aquella que usó Nuestro Señor ante sus verdugos, Él era superior a todos y sin embargo se mostró humilde porque sólo así podría enseñar que el humilde es ensalzado y el soberbio es humillado. Jesús buscó la compañía del pueblo, de los humildes, nació como ellos, vivió como ellos y les habló en su propio idioma. No tuvo vanidad ni siquiera a lograr milagros, quiso ser humilde hasta en su dolor soportándolo sin quejas y pidiéndole a Su Padre “Perdónalos Señor porque no saben lo que hacen”. Él era entonces un hombre como cualquiera de nosotros y nos demostró que el alma puede vencer siempre, que en ella está nuestra fuerza en todo lugar y en todo momento.

Si la vanidad puede anular nuestras fuerzas morales, matarnos interiormente, hacer de nosotros gentes inferiores, debemos volvernos hacia esa fuente de pureza y buscar en nuestra humildad, en el reconocimiento de nuestros defectos y de nuestros pequeños o grandes méritos la medicina de ese terrible mal que se llama vanidad.


 
Fulton John Sheen (8 de mayo de 18959 de diciembre de 1979) fue un arzobispo estadounidense.
Trabajó en la televisión como presentador del programa Life Is Worth Living (La vida vale la pena vivirla) a comienzos de la década de 1950.

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