Cuentan que una rubia espiga,
humilde
al par que discreta,
inclinaba
blandamente
sobre el
tallo su cabeza.
Y cuentan
que al lado suyo
levantábala
soberbia,
otra
espiga a quien el aura
besaba
amorosa y tierna.
-¡Hola!-
con acento altivo
preguntó
a su compañera-:
¿por qué
humilláis vuestra frente
con mal
fingida modestia?
Aprended
de mí, que, osada,
domino
como una reina
sobre la
plebe de espigas
que en el
campo me rodea.
Su calor
me da el estío,
y el aura
de la pradera,
como un
beso de las flores,
me trae
el perfume de ellas.
En tanto
vos, abatida,
dobláis
la frente, que emblema
parece
del sentimiento
cuando no
de la impotencia.
-¡Callad!-
replicó la otra-:
si alzáis
la cabeza inquieta,
mientras
que inclino la mía
hacia mi
madre, la Tierra,
abrumada
por un peso
que no
sostiene la vuestra,
es porque
rica de trigo
estoy, y
vos estáis seca.
Según
dice cierto sabio,
la fábula
no es perfecta,
como no
tenga al principio
o al fin
una moraleja.
Deducirla
de ésta es fácil,
pues al
más torpe le enseña
que da la
ignorancia orgullo,
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