Pocos meses antes de que yo naciera, mi papá
conoció a un extraño recién llegado a nuestro pequeño pueblo.
Desde el
comienzo, mi papá estaba fascinado con sus encantos, y no tardó en invitarlo a
vivir con nosotros. Fue aceptado rápidamente y en pocos meses se convirtió en
uno más de la familia.
Mientras crecía nunca cuestioné su lugar en la
casa; en mi mente infantil, cada miembro tenía su lugar: mi hermano Guillermo,
cinco años mayor que yo, era mi modelo; Francisca, mi hermanita menor, era mi
compañera de travesuras y riñas. Mis padres fueron mis grandes educadores,
ambos me enseñaron a ser buena persona, a ser trabajador, honrado, responsable,
fiel, a amar a Dios y a los demás... El extraño, por su parte, complementaba a
la educación familiar; él parecía saberlo todo, y podía urdir las historias más
fascinantes. La aventura, el misterio o la comedia eran sus conversaciones
diarias. Podía tener a toda la familia hechizada por horas en las que hablaba
sin parar. Si yo quería saber de política, historia o ciencia, él se sabía
muchas historias y siempre tenía algo que decir. Era una gran suerte que el
extraño hubiera decidido quedarse a vivir con nosotros.
El extraño nos contaba cosas del pasado (a su
manera), nos explicaba el presente (desde su punto de vista), y aparentemente
podía predecir el futuro. La manera en que nos contaba las cosas era tan real
que a veces hasta me reía o lloraba mientras lo veía y lo escuchaba. Fue como
un amigo para toda la familia. Nos llevó a mi papá, a Guillermo y a mí a
nuestro primer mundial de fútbol. Nunca lo olvidaré. Casi todos los fines de
semana nos proponía ver una película y siempre aceptábamos gustosamente.
Poco a poco, se le iba permitiendo todo al extraño.
El extraño hablaba sin cesar. A mi papá no le molestaba, pero mi mamá en
ocasiones se levantaba harta de oírlo y se iba a su cuarto a leer la Biblia y a
rezar. Cuando le preguntábamos por qué lo hacía nos decía que era más importante
escuchar a Dios que al extraño, lo cual nos sorprendía. Un día estaban hablando
mi mamá y el extraño a la vez, y mi papá le dijo a mi mamá con brusquedad que
se callara, que no le dejaba oír con claridad al extraño. Mi mamá agachó la
cabeza y se fue a su habitación, en aquel día no sé si para rezar o para
llorar, o quizás las dos cosas…
En casa no se permitían palabrotas, ni nuestras, ni
de nuestros amigos, ni de los adultos. Recuerdo un día que nos castigaron a los
tres hermanos porque nos reíamos y no parábamos de decir una palabra
malsonante. Sin embargo, el extraño utilizaba muchas de esas palabras
(especialmente una de cuatro letras) que lastimaban nuestros oídos
constantemente. Hasta donde yo sé, nunca se le dijo nada. Papá nunca le llamó
la atención, y mamá se resignaba y se encogía de hombros cada vez que lo
escuchaba. Tampoco podíamos pelearnos, pero el extraño no paraba de traer gente
a casa cada vez más vulgar. A veces no hablaban; gritaban; se insultaban y le
faltaban al respeto a todo el mundo. A veces llegaban a las manos, y comenzó a
ser algo frecuente ver sangre, mucha sangre. Al principio nos daba miedo, pero
poco a poco nos acostumbramos y lo veíamos como algo normal.
Mi papá y mi mamá eran abstemios que no permitían
el alcohol en su casa, ni siquiera para cocinar. Tampoco fumaban. Pero el
extraño pensó que ya éramos mayores, y nos proponía otros modos de vida: en
muchas ocasiones nos ofreció cerveza y otras bebidas alcohólicas; nos presentó
los cigarrillos como cosa deseable; los puros como cosa de hombría, y las pipas
para fumar como de la alta clase. Pocos años después empezó a hablarnos de las
drogas, de lo mala que era, pero hablaba tantas y tantas veces, y nos ponía
tantos ejemplos de personas que la consumían que lo terminamos también viendo
como una cosa normal.
El extraño nos hablaba sin reservas del sexo, un
tema que a nuestros padres les daba vergüenza tocar con nosotros. Sus
comentarios algunas veces eran descarados; otras, sugestivos; pero
generalmente, vergonzosos. Algunas veces, creíamos que llegaba al límite: nos
enseñaba imágenes con las partes más íntimas del hombre y de la mujer, hablaba
sin cesar de todo tipo de temas sexuales… Todo era normal y respetable para él.
El extraño se oponía a los valores de mis padres. Hablaba con desprecio de la
virginidad o la fidelidad matrimonial. Sin embargo, nunca se le reprendió ni
nunca le pidieron que se fuera de casa. Se había hecho un sitio en nuestro
hogar y ya tenía carta blanca para hacer o decir lo que quisiera.
Han pasado más de cuarenta años desde que el extraño
vino a vivir con mi familia. Ahora ya no es tan novedoso para mis papás como en
aquellos primeros años. Pero si hoy entráis en la casa de mis padres, todavía
lo veréis sentado en una esquina, esperando a que alguien lo escuche hablar y a
que alguien mire sus dibujos. Está mucho más alto, más ancho, aunque su silueta
dice mi mamá que es mucho más estilizada ahora que hace unos años. Yo diría que
está incluso más joven y con mejor aspecto. A veces el extraño se ponía
enfermo, pero se lo llevaban, lo ponían al lado de un contenedor de basura y
parecía que se había marchado de casa. Pero a las pocas horas llegaba mi papá
acompañando al extraño que como por arte de magia venía con mucha mejor salud,
aparentemente como nuevo.
¿Qué no he dicho todavía el nombre del extraño? Se
me habrá olvidado… Todavía no sé si es chico o chica… En casa le llamamos “la
Tele”, aunque su nombre completo es “El Televisor”. Sus hijos, los ordenadores,
vinieron años después, y hace poco han llegado sus nietos, los Smartphones… Os
advierto que todos son iguales de peligrosos, y una vez que llegan a tu vida,
se quedan en ella para siempre…
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