Rhododendron

Rhododendron
Tsutsuji

30 septiembre, 2016

80. La cruzada de los niños 1939. Bertolt Brecht, alemán.

En el año treinta y nueve hubo en Polonia
una batalla sangrienta
que a escombros redujo
ciudades y aldeas.
La mujer allí perdió al marido.
La hermana perdió al hermano.
Y el hijo, entre cenizas,
a sus padres buscó en vano.
No llegaba de Polonia
una noticia, una carta,
mas por el Este corría
una historia muy extraña.
Alguien refirió la historia
en una ciudad nevada,
de unos niños que emprendieron
en Polonia una cruzada.
Muertos de hambre, en tropeles,
por los caminos avanzaban,
y se les unían otros niños
en las aldeas que atravesaban.
De batallas y amargas pesadillas
huir intentaban
para llegar a algún país donde
la paz reinara.
Marchaba entre ellos un pequeño líder,
que fue quien los organizó
y hacia dónde llevarlos era ahora
su gran preocupación.
Una niña de once cuidaba
de un chiquitín que apenas sabía andar.
Tenía todo lo que hace a una madre,
pero no un país en paz.
Un pequeño judío iba en el grupo
con su cuellito de terciopelo.
Toda su vida había comido pan blanco,

ahora a nada ponía peros.
También se les unieron dos hermanos,
uno y otro grandes estrategas.
Tomaron un buen día una cabaña
y dentro sólo encontraron goteras.
Iba además un niño triste y flaco
que parecía quedarse siempre aparte.
Una espantosa tara había heredado:
el proceder de una embajada nazi.
Y un músico iba también, que en una tienda
destruida encontró un día un tambor.
Tocarlo los hubiera delatado,
y así sus ganas aguantó.
Hasta un perro con ellos viajaba:
en un principio destinado a carne,
una boca más era ahora.
Nadie tuvo corazón para matarle.
También un maestrito había,
que no dejaba de gritar
al pupilo, que sobre un viejo tanque
escribía de «paz» la «p» y la «a».
Un buen día hubo incluso un concierto
junto a un torrente invernal.
El niño músico tocó su instrumento,
mas el estruendo no les dejó escuchar.
No podía faltar tampoco un romance:
la muchacha, doce; quince, el rapazuelo.
Buscaban las granjas donde no quedó nadie,
y allí la doncella le atusaba el pelo.
Mas aquel amor no podía durar
con la nieve y el cierzo.
¿Cómo dos arbolillos iban a soportar
todo el peso del invierno?
También estalló un día una guerra
cuando con otro grupo se toparon.
Mas viendo cuán absurdo todo era,
muy pronto la acabaron.
Aún duraba, sin embargo, la batalla

en torno a una vieja garita
cuando uno de los dos bandos
se quedó sin comida.
Al enterarse el enemigo,
envió un saco de patatas,
pues nadie puede luchar
si no ha manducado nada.
También hubo un juicio un día
a la luz de dos candelas,
y fue condenado el juez
tras penosa audiencia.
Y hubo un entierro: el del niño
con el cuellito de terciopelo.
Dos alemanes y dos polacos
llevaron a hombros su cuerpo.
Protestantes, católicos y hasta el niño nazi
dijeron su adiós al judío.
Y al final habló un niño socialista
del futuro de los vivos.
Había, pues, mucha fe y esperanza,
pero faltaban la carne y el pan.
Nadie se queje si le robaron,
pues que no los quiso cobijar.
Y nadie acuse al pobre que a su mesa
no los hizo sentar.
Cincuenta bocas necesitan trigo,
no caridad.
Ahora los niños marchaban
siempre hacia el Sur.
El Sur, de donde al mediodía
viene toda la luz.
A un soldado herido un día hallaron
en un pinar,
y seis días le cuidaron
por si los podía orientar.
—¡A Bilgoray! —decía el soldado,
pero la fiebre
se lo llevó al día siguiente.
Allí mismo le enterraron.

Había postes de señales
que no dejaba leer
la nieve, ¿y quién se fiaba?
Si estaban puestos al revés.
Y no era aquello una broma,
sino un truco militar.
Mas ellos Bilgoray buscaban
y no se cansaban de buscar.
En torno al jefe todos se agrupaban,
pues aún creían en él.
Y éste el horizonte blanco señalaba:
—Por allí debe ser.
Un fuego vieron una noche,
pero no se acercaron.
Otra vez vieron cruzar tres tanques
llenos de soldados.
Divisaron otro día una ciudad.
Tampoco entraron,
dieron un rodeo y por la noche
continuaron.
En el sureste de lo que fue Polonia
bajo fuerte ventisca
alguien vio pasar a los cincuenta.
Era la última vez que los veían.
Cuando cierro los ojos
veo que caminan
de un pueblo destruido
a una aldea en ruinas.
Allá en lo alto, entre las nubes, veo
siempre nuevas caravanas
que sin patria ni rumbo
por la nieve avanzan.
Buscan anhelantes una tierra de paz
sin truenos ni incendios,
no como la que dejaron atrás,
y el cortejo es ya inmenso.
Cuando llega el crepúsculo,
no parecen los mismos.
Veo rostros españoles,

franceses y amarillos.
Aquel enero, en Polonia,
un perro flaco encontraron
que llevaba un cartel
de cartón al cuello atado.
«Socorro —decía el cartel—,
nos hemos extraviado.
Somos cincuenta. Este perro
os traerá hasta nuestro lado».
«No lo matéis. Sólo él
sabe dónde estamos.
Si lo hacéis, nuestra esperanza
morirá con él.»
Era de un niño la letra,
y eran campesinos quienes la leyeron.
Ha pasado año y medio desde que
fue hallado muerto de hambre el perro.  (página 37, Historias de almanaque, Bertolt Brecht)

 

Eugen Berthold (Bertolt) Friedrich Brecht (Augsburgo10 de febrero de 1898-Berlín Este14 de agosto de1956) fue un dramaturgo y poeta alemán, uno de los más influyentes del siglo XX, creador del teatro épico, también llamado teatro dialéctico.


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