Rhododendron

Rhododendron
Tsutsuji

31 mayo, 2021

834. La princesa salvaje. Fábulas de África.

Había una vez un joven que amaba locamente

la caza. Montado en su incansable caballo corría

jornadas enteras por montes y valles. Allá

en el bosque, entre las hierbas y las plantas, no

había huella de ser humano. Era el reino de las

aves multicolores, de los antílopes, de los leones

y de los leopardos.

 

Mas un día, tras las gacelas que se abrevaban

en la fuente vio una joven mujer de extraordinaria

belleza. No tenía la osadía de avanzar por

miedo de romper el encanto. El arma que tenía

en la mano se le cayó al suelo y el leve ruido

puso en vuelo a las gacelas. Él se encontró de

frente a la joven salvaje. La saludó gentilmente,

y le preguntó por el nombre, la aldea de su

padre y el motivo por el cual estaba en ese lugar

desierto. Solamente el silencio respondió a sus

preguntas: la pobre era muda.

 

El príncipe decidió, igualmente, montarla en

su caballo y llevarla a la casa. En la casa había

un médico famoso que hacía caminar a los paralíticos

y hablar a los mudos; a él le confiaron

la muchacha, y el médico con paciencia infinita,

logró darle confianza y después hacerle emitir

algún sonido.

 

Después de algunos meses, había despertado en

ella el recuerdo de la palabra perdida. Todavía

ninguno había logrado sacarle el secreto de su

infancia. Al príncipe no le importaba, estaba

enamorado perdidamente y obtuvo del padre el

permiso de casarse.

 

Su alegría fue tan grande al nacer un niño tan

bello. Todo el pueblo estaba de fiesta. Ninguno

había visto nunca, un niño así tan bello. Lleno

de agradecimiento, el príncipe regaló a su

esposa un precioso collar de oro. La joven madre

lo miró distraídamente y no prestó mucha

atención al obsequio. El príncipe se preocupó

mucho. “Tal vez —pensó— el oro no le gusta”.

Después de unos años, cuando nació el segundo

niño, el príncipe dio a su esposa un collar

de perlas rarísimas. También esta vez, la joven

madre puso a parte el regalo con indiferencia y

dijo al príncipe sorprendido e incierto: hubiera

preferido un racimo de uvas o dátiles, un pequeño

pan o una docena de huevos.

 

Estos eran los regalos de costumbre, los que la

gente común de la aldea solían hacer a una joven

madre: frutas, huevos y pan, los símbolos

más genuinos de la vida que comen las madres

en comunión con la gracia de Dios.

 

Pero para el príncipe, no había nada mejor que

un collar de oro o de perlas preciosas hechas

por las manos de un artista. Él no comprendió

las palabras de la esposa y dejó la habitación de

lujo.

 

Cuando regresó tuvo una nueva sorpresa: encontró

a la esposa hirviendo en una pequeña

olla los collares de oro y de perlas. Furioso

pensó que una mujer salvaje no podía apreciar

sus dones refinados y se marchó murmurando:

“hija de mendigantes...”, la mujer tuvo un sobresalto

pero se quedó callada.

 

Después de algún tiempo, la princesa pidió al

marido que fuera con ella a volver a ver el pueblo

de su padre y los lugares de su infancia. El

príncipe aceptó de buena voluntad, así tendría

la suerte de conocer finalmente el origen misterioso

de la esposa.

 

Para el gran viaje prepararon los mejores caballos,

las provisiones abundantes y los sirvientes

en buen número. Cuando todo estuvo en orden,

la caravana emprendió el viaje. Marchó por valles,

montañas y desiertos hasta que llegó a los

pies de una pared rocosa donde la princesa se

paró.

 

Eh aquí —dijo— mi padre era Rey de este pueblo,

pero su reino fue engullido por la arena.

¡Excavad aquí!

Los siervos se pusieron a la obra y rápido encontraron

una puerta. El príncipe y la princesa

entraron en el subterráneo, encontraron

salones revestidos de mármol y vieron urnas

repletas de oro y de joyas de todo estilo. Encontraron

tablas, sillas y camas de oro. Al final

entraron en una sola habitación donde vieron,

alineados a la pared, una docena de esqueletos.

 

La princesa explicó:

—¡Eh aquí mi padre! Allá está mi madre. Aquí

están mis hermanos y mis hermanas.

—¿Y por qué murieron? —preguntó el príncipe

con excitación-

—La lluvia no volvió más a fecundar la tierra.

El sol secó las fuentes y manantiales, los rebaños

perecieron y también la gente comenzó a

morir por falta de agua y de alimento. Mi padre

no pudo ayudar al pueblo. Sus fabulosos

tesoros no pudieron hacer conseguir una gota

de agua o frutos para comer. Entonces decidió

seguir con toda su familia la suerte de su gente.

El príncipe comenzó a entender, bajó la cabeza

y meditando sobre la vanidad del poder y de la

riqueza, se dio cuenta que existía una balanza

sobre la que puso un racimo de uvas que pesaba

mucho más que todas las montañas de oro y los

collares hechos por artistas.

 

Pálida, la mujer continuó:

—Mi padre hizo preparar una bebida envenenada

y cada uno de mis parientes tomó su

copa, yo sola escogí la vida. Cerré mi copa con

un poco de arcilla y huí a la sabana donde me

habéis encontrado. Aún recuerdo donde la escondí.

Y en aquella fúnebre soledad, donde toda la familia

real se había unido al pueblo en la muerte

para testimoniar la vanidad de las riquezas,

delante de la voluntad de aquel que es el único

soberano, la joven princesa antes que el marido

se diera cuenta de lo que estaba por acaecer repitió

el gesto de su padre y vació la copa de un

solo trago. 

 Después dijo:

—Eh aquí mi copa. Hoy la bebí también yo

para quedar entre mis parientes. Y tú no dirás

más “hija de mendicantes”.

 

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