Un
día el Sha publicó un concurso entre todos los artistas de su vasto imperio. Se
trataba de representar y retratar el rostro del Rey. Vinieron los hindúes con
maravillosos colores de los cuales solamente ellos conocían el secreto; más
tarde los armenios trayendo una greda especial; después los egipcios, con
escoplos y cinceles jamás vistos y bellísimos bloques de mármol. En fin, por
último, se presentaron los griegos, provistos solamente de un saquito de polvo.
Todos permanecieron encerrados por varias semanas en el
salón del palacio real. En el día establecido, vio en Rey que admiró las
maravillosas pinturas de los hindúes, los modelos de los armenios y las
estatuas de los egipcios. Después entró en el salón de los griegos. Estos parecían
no haber hecho nada: con el diminuto polvo, se habían contentado con frotar y
pulir la pared de mármol de la sala, de manera tal que cuando el Rey se acercó
pudo contemplar su rostro perfectamente reflejado, como si fuera un espejo.
Naturalmente, los griegos ganaron el concurso. Habían entendido que cada
persona es original e irrepetible. Tan sólo el Rey podía representar al Rey.
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