En
cierta ocasión, le preguntaron a Helen Keller qué haría si pudiera recobrar la
vista al menos
por tres días.
Esta fue su respuesta:
El primer día sería muy ajetreado. Llamaría a mis amigos más queridos y
observaría largo rato sus rostros para grabar en
mi mente las manifestaciones externas de su belleza interior. Dejaría que mis ojos se posaran también en la cara de un bebé
recién nacido, a fin de captar un atisbo de ese candor anhelante y bello que antecede a
la conciencia individual de los problemas de la vida.
Querría ver los libros que otras
personas me han leído y que me han revelado mil secretos profundos de la existencia
humana. Y me gustaría ver los confiados ojos de mis fieles perros, el pequeño terrier escocés
y el robusto gran danés.
Por la tarde, daría un largo
paseo por el bosque y me regodearía contemplando las maravillas de la naturaleza. Y elevaría una plegaria al cielo ante el
prodigio multicolor del ocaso. Esa noche, supongo, no podría conciliar el sueño.
Al día siguiente, me levantaría al amanecer y presenciaría el
estremecedor milagro por el cual la noche se transforma en claridad. Contemplaría llena de asombro
el magnífico espectáculo de luz con que el sol
despierta a la tierra durmiente.
Dedicaría este día a echar un vistazo al mundo, pasado y presente.
Querría ver la evolución del progreso humano, y para ello visitaría los museos. Allí
mis ojos verían la historia abreviada de la Tierra: los animales y las diversas etnias
humanas recreadas en su ambiente natural; los esqueletos gigantescos de los dinosaurios y
mastodontes que vagaban por el mundo antes de que apareciera esa pequeña criatura de
poderoso cerebro –el hombre -y conquistara el reino animal.
Mi siguiente visita sería al
Museo de Arte. Conozco bien a través del tacto las figuras esculpidas de los dioses y las diosas del antiguo Egipto. He palpado con
los dedos reproducciones de los frisos del Partenón, y percibido la grácil belleza
de esculturas de
guerreros atenienses en acción. El rostro barbado y tosco de Homero me
es muy querido, ya que él también supo lo que es estar ciego.
Así pues, el segundo día intentaría penetrar en el alma humana a través
del arte. Podría ver las cosas que conocí por medio del tacto, pero en todo su esplendor:
el magnífico mundo de la pintura quedaría expuesto ante mis ojos (...).
Pasaría la tarde del segundo día en un
teatro o un cine. (...). Yo no puedo disfrutar la belleza del movimiento rítmico más que con la limitada capacidad del
tacto de mis manos.
Sólo puedo entrever en mi imaginación la gracia de una Ana Pavlova,
aunque conozco en parte el deleite del ritmo, ya que a menudo puedo sentir la cadencia de
la música cuando hace vibrar el piso. Bien puedo imaginar que el movimiento cadencioso
debe ser una de las visiones más disfrutables del mundo. He logrado formarme una idea de
esto al recorrer con mis dedos las líneas del mármol esculpido, y si esta gracia inmóvil
puede ser tan hermosa, ¡Más intensa aún ha de ser la emoción de ver la gracia en movimiento!
A la mañana siguiente, de nuevo daría la bienvenida al amanecer, ansiosa
por descubrir otros deleites, otras manifestaciones de la belleza. Este día, el
tercer, lo pasaría en el mundo de la gente común, en los sitios donde se divierten y donde
batallan para ganarse el sustento. La ciudad se convierte en mi destino.
Me detendría primero en una esquina transitada a mirar en silencio a la
gente, intentando con ese simple acto comprender algo de su vida cotidiana. Veo sonrisas y
me siento feliz.
Veo una firme determinación y me lleno de orgullo. Veo sufrimiento y
aflora en mí la compasión (..). Estoy segura de que los colores de los vestidos de las
mujeres que caminan entre la multitud son un espectáculo maravilloso del que nunca podría
cansarme. Pero es
posible que, si pudiera ver, fuera yo como la mayoría de las mujeres:
estaría demasiado interesada en
la moda para prestar atención a la belleza de los colores entre un gentío.
Helen Adams Keller fue una escritora, oradora y activista política sordociega estadounidense. A la edad de diecinueve meses sufrió una grave enfermedad que le provocó la pérdida total de la visión y la audición. Wikipedia
Fecha de nacimiento: 27 de junio de 1880, Tuscumbia, Alabama, Estados Unidos
Antonio Pérez Esclarín nació en Berdún, un pueblito del pirineo aragonés, en España.
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