Un
granjero vivía en una pequeña y pobre aldea. Sus vecinos le
consideraban
afortunado porque tenía un caballo con el que
podía arar su campo. Un día el
caballo se escapó a las montañas.
Al enterarse los vecinos acudieron a consolar
al granjero por su
pérdida. “Qué mala suerte”, le decían. El granjero les
respondía:
“Mala suerte, buena suerte, quién sabe”.
Unos días más tarde el caballo regresó trayendo consigo varios
caballos
salvajes. Los vecinos fueron a casa del granjero, esta vez
a felicitarle por su
buena suerte. “Buena suerte, mala suerte,
quién sabe”, contestó el granjero.
El hijo del granjero intentó domar a uno de los caballos salvajes
pero se cayó
y se rompió una pierna. Otra vez, los vecinos se
lamentaban de la mala suerte
del granjero y otra vez el anciano
granjero les contestó: “Buena suerte, mala
suerte, quién sabe”.
Días más tarde aparecieron en el pueblo los oficiales de
reclutamiento para
llevarse a los jóvenes al ejército. El hijo del
granjero fue rechazado por
tener la pierna rota. Los aldeanos,
¡Cómo no!, comentaban la buena suerte del
granjero y cómo no,
el granjero les dijo: “Buena suerte, mala suerte, ¿Quién
sabe?”.
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