No amamos
nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y
noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la
nuestra.
En su
territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal
región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa,
cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el
carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En
medio de la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.
Todo se
va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo a
las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que
caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y
quiebracejetes y nos empinemos en los árboles, es la tierra más dulce que
existe. La niñez va corriendo como un arroyo que canta. Remontamos la corriente
hasta el manantial. Hasta el amor de nuestros padres. No amamos nuestra
tierra por hermosa, por alegre o triste. Por su leyenda o su primitiva
felicidad sin historia. La amamos porque es la nuestra. Quiero, quisiera que
vieras con ojos de mi niñez, con ojos de tu niñez. Con ojos de la niñez del
mundo. Nuestro amor es bello sólo tal otro amor gemelo.
Anima la
quietud de estas páginas, fuego oscuro amasado en el hondón de las
entrañas. Huracán sopla para siempre mi brasa y su tibieza de rescoldo se
perpetúa. El corazón de lava aún caliente sonríe su noche elemental, donde
todavía sueña Kukulkán, desde el ídolo primigenio hasta las muñequitas
multicolores de Mixco y las tinajas de Chinautla. Estamos en Guatemala,
verde colibrí reluciente. La caja grande y dentro una más pequeña y otra. Otra
y otra, hasta llegar a mi pueblo, Antigua Guatemala. Y otra más pequeña, y otra
y otra, hasta la casa y mi cuarto de niño. Pongo a mi tierra sobre mis
rodillas, en la palma de mi mano. Desde muy alto los ojos podrían abarcar sus
límites, contemplarla, como esos pisapapeles de cristal que tienen en el centro
un ramo de florecillas dormidas. No es el caso de contemplar lo que no existe.
Ni de sólo admirar lo que está allí. Soy vidente, ahora pisamos tierra firme y
amo la realidad.
Los
arqueólogos se sumergen en la prehistoria o en la historia, exploran las
entrañas de la tierra para encontrar una vasija, un hueso, un vestigio
milenario, y no ven nada del mundo de los mercados, de los pueblos, de los
sufrimientos que padecen los indios vivos. No sólo los arqueólogos, también los
poetas, pintores, músicos, novelistas, se encandilan con el
"exotismo" de donde han nacido y se ciegan para toda apreciación
objetiva.
Hay
guatemaltecos que nos ven como los extranjeros y crean una exportable imagen
colorida, igual a una vitrina de indios, tan pintoresca que casi justifica las
intervenciones. Muchos de ellos ni siquiera adoptan una actitud como la del
padre Las Casas, hace 400 años: se han evadido, desertado o detenido en deformaciones
sentimentales, artísticas, de los indios remotos, a veces humanitarias, es
cierto, pero sin conciencia sociopolítica. Casi sin excepciones, entre los
arqueólogos, escritores, investigadores históricos, artistas, traductores de
los libros aborígenes, no hay en Guatemala sino dos o tres que a tal vocación
hayan unido, en los últimos cien años, consecuente conducta política.
Hace
tiempo, mucho tiempo, había deseado escribir estas páginas. De golpe, se me
vinieron mil cosas encima: mi recuerdo tartamudeó en alud amoroso. No me
proponía cumplir una misión o pagar una deuda. Todo es más humilde en el fondo,
vital e inevitable. Lo de misión o deuda sería pura pedantería. Deseé dar
una sensación de Guatemala, de mi Guatemala. Deseé mostrar algo de su vida
interior, inocente y sombría. Deseé que luzca, como todos los días, rebozo de
colores y trenzas con tocoyales, dibujándola sin que ella lo advierta. Un
retrato, con sus grandes aristas solamente. Abocetada con libertad, aprehendida
en tres o cuatro rasgos privativos y recónditos, en los cuales está como la
siento en mí, silvestre, augusta y enmarañada. Su fervor recogido en
estrofas de su crecimiento: monólogos de humo y pirámides de sueño y canto.
La veo
mestiza en su pensar, con barro antiguo del Popol Vuh y musgos de Landívar en
un mismo pulso urgente. Indígena en la entraña, donde el corazón resuena
entre mantos azules, igual al tun en los pueblecillos cuando celebran la
fiesta. Sencilla y segura, camina ataviada como pájaro o reina en la miseria,
un niño a la espalda, en harapos sus ropas aborígenes y fatigada la greda
categórica del rostro bajo el peso que carga sobre la frente, corona rural de
frutos y de flores. Va descalza, rompiéndose los pies por los caminos, la
tinaja sobre el hombro, igual a la dulce Ixquic. La belleza del cuerpo
radica en lo más profundo de la materia: en la conformación y armonía del
esqueleto, imagen de la muerte. Sus rasgos resurgen para mí de la viva y
mineral estructura escondida, remontando hasta la piel de obsidiana al sol.
He
deseado ofrecerle un testimonio de poesía: exacto de verdad práctica. Un libro
de síntesis, de visión general, veloz e inesperado. Placa radiográfica y
fotografía aérea al mismo tiempo. Hago una incursión en el ayer, vivo en
mi recuerdo, hasta convertirlo en creación, sin celo alguno de desdoro o no
sentido encumbramiento. Recojo y subrayo lo que juzgo capital para descubrir y
fortalecer la filigrana del origen de nuestro sentimiento de
nacionalidad. Amor de la realidad: he pesado a Guatemala sobre las alas de
las mariposas, auxiliado siempre por experiencia, cifras y emoción. Sin
embargo, me siento ante ella como un árbol podado soñando con las flores de sus
ramas. Desterrado en mi patria, sin salir de ella, libérrimo, feliz y
amante, reencontrada en la realidad y en mis sueños, me tiendo bocarriba, más
allá de mi muerte y de la muerte, sumergido en su sentimiento y en su
pensamiento. Y desde el Popol Vuh tomo las ruedas dentadas que crearon la noria
de la sangre.
En su
impulso nutren su ímpetu, a veces aun por inercia, muchas otras ruedecillas que
de alguna suerte nos sirven asimismo para marcar la hora, para saber quiénes
somos y saber adónde vamos. Y me atropello de nostalgia y descubro el cielo de
todos los hombres, libre aquí en mi cárcel sin techo, y cuento y reconozco las
estrellas, las palpo húmedas sobre mi rostro, descarnado ya, camino del cuarzo,
entre la hierba y la tierra, que cegaron mis ojos de color y me llenaron la
boca de polen y canciones.
Ahora
recuerdo el origen de estas páginas que son sollozo, alarido y canto. No sólo
hay que vivir lo que se escribe sino hay que sufrirlo. Necesidad absoluta de
una patria, de mi tierra mía y su imprescindibilidad de función ecuménica.
Ansia de clarificación, de forma, para que nuestro metal dé su sonido: estaba
yo sentado en lo más alto del Castillo de Chichén Itzá la tarde que llegué por
vez primera. Entonces, hace muchos años, sentí, como grano de mostaza,
alga de lo que he escrito. Empezaba a germinar en mí. Era yo mismo la semilla.
Una semillita sola, pero ya pude palpar raíces milenarias. Sobre las ruinas, el
crepúsculo del trópico untaba lumbre atormentada y musgos de oro. El chaparral,
asaeteado por faisanes y venados, perdíase en el horizonte hasta el mar.
Chichén
Itzá, nenúfar de espuma, se abría sobre la verde marea sin fin. Bajo los
cimientos, capullo de geología, cielo y siglos, cantaban las arterias que miran
por los cenotes. El rumor subterráneo aunábase con la música planetaria del
espacio infinito, los acordeones de la selva y el masticar de las
hormigas. Con las primeras sombras -sol postrero y luna que retoña-, día
casi noche ya, la eterna noche de antes, la mariposa de obsidiana, como si
procediera del Lugar de la Abundancia y no de Xilbalbá, incendió de vuelo sus
alas de vitrales: Chichén Itzá se puebla, vive y se anima como en los años de
esplendor y gloria. Y son también lámparas vivas Tikal, Uaxactún, Palenque,
Quiriguá, Copán, Yaxilán, Bonampak y enjambre de ciudades ocultas, escamoteadas
entre los dedos de los grandes árboles. Los sacerdotes marcan sobre piel
de venado las huellas de Venus que perpetuamente está naciendo. Como abejas
embarradas de miel desfilan las doncellas, doradas de ajorcas y bezotes, verdes
de turquesas y jades, rojas de caracoles y pasión. Todas juntas semejan quetzal
gigante, lento meteorito de plumas. El adivino consulta los menudos pórfidos
bermejos del árbol del pito, pesado el corazón de estelas y alígero de colibrí.
La luna de Chichén Itzá pone algo que tal vez sea asunción o nacimiento, o sólo
nácar mágico. En el juego de la pelota, figuras elásticas y oscuras
enloquecen tras el copo que, cual un tapacaminos, rebota en el muro, luego cae
y ni toca el pavimento y se alza, ubicuo y simultáneo.
Los
abuelos, dos aguiluchos tallados en creciente lunar, con más memoria que los
relieves del templo ahíto de centurias, acezando de ámbito y piedra. El sol se
fue creciendo y el chiquirín clavaba la lumbre con sus tres golpes estivales:
chi... qui... rin. .. chi... qui... rin... Los abuelos, ateridos de filial
milagro, hundidos los pies en las raíces de los chicozapotes y en el salitre de
los murales, al morderse los labios sintieron el saber de la tierra caliza.
Germinaron tomando agua ciega de los zihuanes, rompiendo la tierra con una
llamita verde hasta el venado sagitario, hasta ser hombres de maíz. Los
dioses telúricos, caracoles del mar de la infancia, nos contaron fábulas y nos
alzaron más que a los santos desvencijados de los pórticos en las viejas
iglesias coloniales. Infancia de mi tierra -¡Mi tierra y mi infancia!-, huipil
hilado por ellos con la misma alegría de los pájaros tejiendo lo azul. De la
mano de Hunapuh, joven abuelo, acompañé a los cakchiqueles para robar el fuego.
A los quichés, para comprobar con la plomada los muros de Gumarcaah. Como
en los códices, mis huellas fueron quedando en esta peregrinación al mito, a
Tikal y Quiriguá, al Palacio de los Capitanes Generales, a las calles de la
Nueva Guatemala, en el Valle de la Ermita. Estuve en cada etapa del camino sin
fin como viajero de buena voluntad al servicio de su pueblo, que luego evoca
mal lo mucho que vió y por ello su recuerdo se reduce a sencillo
testimonio. Como un mural, concebí estos apuntes para dar una imagen de
Guatemala que tuviera algo de su color, de su condición primitiva, de su pasión
germinal y de su vida asentada sobre tan diversos y contrastados niveles
económicos que el presente sigue explicándose por el mito o por la
historia.
Algunas
de mis memorias más tiernas o acongojadas, para crear el ambiente, se
entrecruzan con estadísticas. Un retrato de cuerpo entero, como esos anónimos
del siglo XIX, con el detalle en que se distingue amor ingenuo. Así anhelé
que crecieran estas páginas, organizándose biológicamente, a medida que
avanzaban. He tomado sus medidas como para hacerle un traje. Sus sueños como
para hacerle un canto. Me ceñí a su realidad lo más que me fue posible. Y quien
juzgue que mi palabra parece asirse del sueño, es porque jamás ha conocido la
vida tétrica, dolorosa y fantástica de mi pueblo.
Nunca traté
irrealmente ninguna de sus imágenes: habría perdido la riqueza de la realidad
para caer en innecesaria metamorfosis barroca, como si la realidad material,
que nos satura y golpea los sentidos, careciera de inacabables posibilidades.
Precisar el dibujo, ceñir la verdad mágica, me obligó a mantenerme en la tierra
firme de la cual nunca deseé salir: no se acierta a salvar la vaguedad ni con
los malabarismos más peregrinos de la expresión.
Empecé
por la creación del hombre guatemalteco en el mito y fui caminando en el tiempo
en varias direcciones, para llegar a nuestro ahora. No es una síntesis
económica, política y social la que esbozo en algunas de estas páginas. Sino un
esquema de síntesis del sentido y del carácter del proceso histórico: converso con
los hombres de los monolitos y los códices, con los dioses, los héroes y los
hombres de los libros indígenas; recuerdo y voy domeñando mi entusiasmo cuando
mi memoria se quiere salir de madre. Y no evoco como historiador o como
erudito, porque no lo soy, sino como un hombre simple que dice lo que ha
vivido. Y cuanto más severo y exacto es mi recuerdo; cuanto más tranquila es la
palabra que traduce el gozo o la angustia de mis sentidos y la añoranza de mi
sangre; cuanto más se enraíza mi voz en la realidad, tanto más se crea y sufre
con lágrimas guatemaltecas que sólo mis ojos pueden llorar. Y, entonces, mejor
y más verdadero está mi pensamiento, y más limpia la emoción mía y la
engendrada en quien me lea, por distante que su mundo esté del mío.
Guatemala,
tierra edénica y elemental, con un pasado singular y una evolución dramática,
cruenta y oscura, poco unánime por sus tremendos desniveles culturales, avanza
dando tumbos, lúcida y firme. He querido dar el ambiente, sin preocupación
contemplativa, interpretando con técnica de análisis su realidad varia, móvil y
remota, regido por mi conciencia poética y social. Me cautiva no sólo la acción
sino también la contemplación, cuando el matiz y la sutileza son
característicos. Escojo y muestro elementos contrarios, hechos de opulencia y
rigor, de preocupaciones teológicas y su origen por condiciones económicas, el
mundo fabuloso del acontecer cósmico del Popol Vuh, la realidad delirante del
aborigen de Chichicastenango y la vida mínima y marginal del "cucurucho"
y el albor de la voz de mañana.
Mi tierra
no es una tierra exótica. Es una tierra matinal cuyo hechizo más hondo
radica en las creaciones y expresiones históricas populares, más allá de
cualquier devoción pintoresca. El color, aquí, es inevitable, y sólo cuando es
inevitable por ser de tan buen tinte que no se destiñe ni con el sol y mis
ácidos, ha permanecido indeleble más allá del afán descriptivo y localista. Y
aunque se juzgue paradójico, por su misma verdad de bulto, lo popular no es
popular ni nacional, propiamente, y no puede serlo porque no somos una
comunidad económica, política y social unificada. Lo que tenemos por
popular son obras espontáneas del genio popular de indígenas oprimidos y
explotados, creándolas y repitiéndolas para sí mismos o para reducido público
turista o nacional, extraño al sentimiento, condiciones, necesidades y gustos
de quienes las crean.
Nuestras
diferencias son tan brutales que van de sistemas de producción y consumo
neolítico, de "economía cerrada", feudal y semifeudal hasta
capitalista, como lo vemos en Chichicastenango y en los mercados de cualquier
ciudad del país. No exclamo: ¡Abajo la pandereta! porque no la tenemos, sino
¡Abajo la jícara! No me he demorado en reflexiones vagas, subjetivas. Sino
en lo más concreto y profundo. En las creaciones auténticas y esenciales. Nada
más fantástico que la realidad. Y por encima de lo que atine a urdir mi
imaginación y para dar realidad a esa conciencia y conciencia a tal realidad,
he ido a las fuentes seculares. A mi infancia y a mis cicatrices.
He aquí
algo de mi pueblo, de su rica tradición -lo que fue, lo que es, lo que será-,
invariable en su diversidad, sufriendo aluviones, lavado por torrentadas,
arrasado como para borrarlo del mapa con la tromba de la Conquista. Hay
unidad a través de sus avatares, aun cuando parece irreconocible en muchos de
ellos, que son contradictorios. Siempre las mismas hojitas brotaron del grano
de maíz en el surco. La lealtad de esta permanencia la he seguido desde hoy y
mañana hasta entrar en el palacio por el arco de Labná, retroceder en el tiempo
y sumergirme en las fauces de un dios zoomorfo y nadar en las aguas eléctricas
del mito.
Haber
vivido lejos cerca de un cuarto de siglo sin interrupción me permitió penetrar
con ojos frescos en muchas de nuestras cosas, apoyado en el recuerdo, en el
instinto y en la tierra guatemalteca que me llevé en la suela de los
zapatos. La intensidad del retorno, en mis condiciones, no creo que la
haya tenido alguien. Mi pueblo despertaba, rompía sus cadenas y por dondequiera
creaba un clima de himno su fervor. He sido un hombre metido en mi vocación, y
mi vocación misma también me ha ligado más a mi pueblo que resuena en mí desde
mi infancia, a flor de alma, sollozándome recuerdos. Y no siempre he necesitado
comprenderlo porque me ha bastado con amarlo. Y digo mis condiciones para decir
que llevaba muchos años fuera de mi tierra y que su recuerdo en mi entraña
vivía, ni más ni menos, como me imagino que vive en todos, o viviría en
aquellos que tuvieren la felicidad indecible de ese retorno.
Aquí está
algo de mi niñez y de la transposición de mi nostalgia: rasgos de la imagen de
cómo yo desearía que fuera mi tierra. Están las nubes, los olores, las piedras,
los sueños, las luchas, los pájaros, las esperanzas, los sabores, las congojas,
los ruidos guatemaltecos. Y una realidad seca y ardiente que he podido captar,
porque al reencontrarla, al redescubrirla, me ha golpeado al volver a
vivirla. La esclavitud indígena ha disuelto su amargura, su resentimiento
y su dolor, en todos los seres y en todas las cosas. Se halla en el aire y en
el fuego, en el agua y en la tierra. En la palabra y en el silencio. En la
fiesta y en el funeral. Por todas partes está pesadamente, como ubicuo fantasma
de piedra. Mis compatriotas, sin la lente de tal experiencia, acaso
juzgarán inexactas o exageradas algunas de mis impresiones. El ambiente, para
ellos ininterrumpido y consuetudinario, no les muestra los mismos tenebrosos o
vibrantes relieves y matices. Están, en cierto modo, invalidados para advertir
algunos pormenores y para asirlos con la precisión virgen que sin proponérmelo,
incluso por las violentas agitaciones sociales, forzosamente, me ha deparado la
realidad en los diez años últimos. No señalo virtud personal alguna sino,
simple y sencillamente, una circunstancia, un hecho.
Tallé las
cuentas poco a poco, desde el mito hasta la reforma agraria. Como la araña,
forjé el hilo de mí para ordenarlas en collar. Si resultó el collar, anhelo que
sea como ésos de macacos, cristales y piedrecitas de colores que adornan a las
indias: un chachal para el cuello de mi amada Antigua.
Luis Cardoza y Aragón (21 de junio de 1901 - 4 de septiembre de 1992) fue un poeta, ensayista y diplomático guatemalteco.
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