Todo el mundo
debería inventarse su final perfecto.
No por lo de perfecto,
sino porque tener un final
nos lleva siempre a un principio.
Y la vida debería estar llena de principios
de esos que no hay que perder
y de esos que no hay que perderse.
Hay veces que hay que pararse a respirar.
Y mirar,
despacio.
Esto sí, aquí no,
esta persona por supuesto,
esta otra ni un momento.
Crear un puzle nuevo
con las piezas imprescindibles
y los huecos rellenables.
Todo el mundo debería inventarse su final.
Perfecto.
Nací en una isla (en 1978) y no sé nadar. He vivido en tres ciudades, nueve hogares y alguna casa. Me he enamorado una vez. He bajado corriendo de un tren en llamas y he visto explotar una bomba. No creo en las cosas que duran para siempre. O sí, no lo sé. Las fresas, con leche condensada. Cada cierto tiempo necesito cambiar cosas de sitio, ya sean muebles, personas o toda mi vida. Si no viajo, no puedo respirar. Tengo incontinencia sentiverbal. Me pierdo en cualquier atardecer, a ser posible con mar. Prequiero demasiado rápido y desquiero demasiado lento. No recuerdo la última vez que me dormí pronto. Mido el tiempo en medias cervezas y no hago planes a más de cerveza y media. Lloro en las manifestaciones cuando oigo a Labordeta. Te necesito cerca, pero no encima. Siempre voy con el más débil. No imagino un mundo sin queso, ni sin chocolate. Casi siempre es mejor dar que recibir, y no estoy hablando de sexo; no solo de sexo. La reina de mi casa es una gata coja que no para de ronronear. La empatía debería mover el mundo, no solo el mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario