Rhododendron

Rhododendron
Tsutsuji

13 febrero, 2017

306. Nunca digas adiós. William Boyles. Selecciones Mayo 1985.

Tenía siete años cuando me enfrenté, de pronto, a la angustia de mudarme del único hogar que había conocido. Toda mi vida, breve como era, había transcurrido en aquella vieja casona, impregnada de las risas y las lágrimas de cuatro generaciones.

Al llegar el último día, corrí a mi refugio del pequeño porche trasero y me senté allí solo, y me estremecía mientras las lágrimas me manaban del corazón. En eso, sentí que una mano se posaba en mi hombro; alcé la vista, y vi a mi abuelo.

-¿No es fácil, verdad Billy?- me susurró al oído, mientras se sentaba a mi lado en la escalinata.

-Abuelito- le pregunté entre sollozos-, ¿Cómo puedo decirles adiós a ti y a todos mis amigos?

Se quedó mirando brevemente los manzanos, y respondió:

-¡Adiós es una palabra tan triste! Demasiado definitiva; demasiado fría para pronunciarla entre amigos. Hay muchas maneras de decir adiós. Hay muchas maneras de decir adiós, pero todas tienen algo en común: la tristeza.

Lo miraba al rostro. Me tomó de la mano con dulzura y susurró: “Ven conmigo, amiguito”.

Caminamos, tomados de la mano, hasta su lugar favorito en el jardín frontal, donde crecía solitario un enorme rosal.

-¿Qué ves aquí, Billy?

Contemplé las flores sin saber qué decir, y luego contesté:

-Veo algo suave y bonito.

Arrodillándose a mi lado, me atrajo hacia él.

-No es sólo que las rosas sean bellas. Es ese lugar especial en tu corazón lo que las hace ser así.

Nuevamente me miró a los ojos, y prosiguió:

-Planté este rosal hace mucho, mucho tiempo, antes de que tu madre fuera siquiera un sueño. Lo fijé en el suelo el día que nació mi primer hijo. Fue mi manera de dar gracias a Dios. Mi muchacho se llamaba Billy, como tú. Muchas veces lo observé mientras cortaba rosas para llevárselas a su madre.

Vi lágrimas en los ojos de mi abuelo, a quien nunca había visto llorar. Su voz se convirtió en un ronco susurro al relatar:

-Un día hubo una terrible guerra, y mi hijo, como tantos otros, se fue a combatir aquella gran maldad. Juntos él y yo caminamos h hacia la estación del tren… Diez meses después, llegó un telegrama: mi hijo había muerto en algún pequeño poblado de Italia. Lo único que se me ocurrió pensar entonces fue que lo último que yo le había dicho había sido la palabra adiós.

Se irguió lentamente y continuó:

-Nunca digas adiós, Billy. Nunca te entregues a la tristeza y a la soledad de esa palabra. En cambio, quiero que recuerdes la alegría y la felicidad de las veces en que por primera vez has dicho ¡Hola! a un amigo. Toma ese saludo especial y guárdalo muy dentro de ti; en ese lugar de tu corazón donde siempre vive el verano. Y cuando tú y tus amigos deban separarse, quiero que busques en lo profundo de tu ser y evoques aquel primer saludo.

Año y medio después, mi abuelo enfermó gravemente. Al regresar a su casa después de pasar varias semanas en el hospital, quiso que pusieran su lecho junto a la ventana, para contemplar desde allí sus amadas rosas.

Entonces se convocó a todos los familiares, y volví a la vieja casona. Se decidió permitir a los nietos mayores pasa a despedirse de él.

Cuando llegó mi turno, advertí cuán cansado parecía. Tenía los ojos cerrados; su respiración era lenta y penosa. Lo cogí de la mano con la gentileza con que una vez él había tomado la mía.

-¡Hola, abuelito!- susurré.

Abrió los ojos lentamente.

-¡Hola, amigo!- dijo, y esbozó una ligera sonrisa. Volvió a cerrar los ojos y salí de la habitación.

Estaba yo de pie junto a su rosal cuando un tío mío salió a comunicarme que el abuelo acababa de morir. Recordando lo que me había recomendado, busqué en lo profundo de mi ser aquellos sentimientos especiales que habían creado nuestra mutua amistad. De pronto, en verdad, supe lo que había querido decir sobre nunca decir adiós… y sobre no entregarse a la tristeza.

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