El radiotelegrafista
de este barco me ha enterado
que audazmente se ha lanzado
un cruel totalitarista,
persiguiendo la conquista
de toda la humanidad,
matando su libertad,
su razón y su conciencia,
con despótica violencia,
con exceso de crueldad.
–Es –agregó– peligroso
por estos mares cruzar,
porque pueden torpedear
nuestro barco. Tempestuoso
el tiempo está, y temeroso
de algún percance imprevisto,
todo lo tengo previsto,
y he ordenado, hace un momento,
que en caso de un hundimiento
el pasaje ya esté listo.
Las luces tendrán que ser
de un rato a otro apagadas,
mis órdenes están dadas
y no hay nada que temer.
Mas, lo que deben hacer,
si oyen de alarma señal,
es recurrir cada cual
a un bote salvavida
como prudente medida
contra un siniestro fatal.
El aviso tan violento
causó hondísima impresión
y en todo el amplio salón
no se notó más contento;
y fue tal el desaliento
y el temor que en él cundió,
que ni siquiera se oyó
como fuera de esperar,
la noticia comentar
cuando el capitán salió.
Con creciente actividad
los expertos marineros
alistaban los aperos
llenos de serenidad.
En cambio, con ansiedad
y los rostros angustiados
los pasajeros callados
ganaban los camarotes,
mientras bajaban los botes
de salvavidas dotados.
La tormenta principió
poco a poco a disminuir,
y la luna, relucir,
entre cirros se miró.
El océano se calmó
y el barco, tranquilamente,
hendiéndolo muellemente
después de la marejada,
siguió a marcha acelerada
con rumbo hacia el Occidente.
De súbito se escuchó
un horroroso estampido,
cual jamás se había oído
y el barco entero tembló;
hacia un lado se inclinó,
y entre algunos tripulantes,
timoratos, expectantes,
en esos graves momentos.
¡Sólo se oyeron lamentos
y ayes tristes, delirantes!
Un torpedo, por babor,
había al barco alcanzado,
dejó el casco perforado
y sin acción el motor.
Acto continuo, el temor
invadió a los pasajeros,
que se tiraron ligeros
desde cubierta al océano;
y lo mismo hizo el anciano
al par que otros marineros.
Pronto a un bote se treparon,
y remando duro y fuerte
arrancaron de la muerte
unas damas que encontraron
y que socorro imploraron;
y dejando ese lugar,
a aquel gigante del mar,
émulo feliz del viento,
balanceándose muy lento
lo miraron naufragar.
Por el oleaje mecidos,
exánimes, extenuados,
del cielo desamparados
y en medio del mar perdidos,
iban todos decaídos
y llenos de indecisión,
sin rumbo, sin dirección,
sin la más leve esperanza
de mirar en lontananza
el puerto de salvación.
Con las damas desmayadas,
sitibundos, sin sustento;
por el frío y por el viento
las sus carnes laceradas,
al dirigir sus miradas
hacia el lejano confín,
se percataron al fin
que el día se aproximaba,
porque el alba coloreaba
el oriente de carmín.
De enrojecido color
el sol surgió lentamente,
y cada vez más ardiente
fue sintiéndose el calor.
Todos con nuevo vigor
se pusieron a remar
con el ansia de llegar
presto a una costa cercana;
y que en toda la mañana
no lograron divisar.
Cuando las damas volvieron
del desmayo en que se hallaban,
a un mismo tiempo clamaban,
y a sollozar se pusieron.
Ellos las reconocieron
y les causón honda impresión,
por ser las que en el salón
de gala hacían derroche,
aquella pasada noche,
con marcada distinción.
Hoy los rostros demacrados,
desgarbada la figura,
la mirada vaga, obscura,
los cabellos desgreñados.
Con los trajes desgarrados
y llorando su desgracia…
¡Oh qué irónica falacia,
pues su belleza hechicera,
ficticia tan sólo era
como su encanto y su gracia!
Únicamente lucían
sus joyas esplendorosas,
engastadas de valiosas
piedras, que allí no valían,
aunque ellas las ofrecían
por la sed ya delirantes;
¡Y es que en la vida hay instantes
que es más valioso tesoro
un sorbo de agua, que el oro
y que todos los diamantes!
Entonces, compadecido,
nuestro anciano singular,
que acostumbrado a viajar
era en todo precavido;
por su bondad compelido
aprontó en aquella hora
su colmada cantimplora
para que la sed calmara
aquella dádiva clara
y de virtud bienhechora.
Y cuando todos bebieron
de aquella agua apetecida,
volver de nuevo a la vida
en su lasitud sintieron.
Las próximas horas fueron
más frescas para remar
en aquel desierto mar
de angustiadores tormentos,
porque del Norte los vientos
comenzaron a soplar.
Opaco se tornó el día,
y una banda de gaviotas
con rumbo a tierras ignotas
en el cielo se veía.
Del mar tan sólo se oía
de la s olas, el rumor,
y aquel golpe, animador,
de los remos que impulsaban
el bote, cuando remaban,
cada vez con más ardor.
Por la tarde divisaron
una franja verde, angosta,
que era de una larga costa
según ellos calcularon.
Con más ahínco remaron;
mientras tanto, un nubarrón
como un lúgubre crespón
el cielo empezó a cubrir,
y un aire frío, a batir,
cual presagiando un ciclón.
Ya noche, a tierra llegaron,
y con el alma contrita,
agobiados por la cuita
piadosamente se hincaron;
y sus preces elevaron
con ciega fe y devoción,
al buen Dios de compasión,
misericordioso y tierno,
¡Que es el espíritu eterno
que vive en la creación!
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