Rhododendron

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Tsutsuji

19 septiembre, 2021

947. Capítulo 15. La eterna tragedia. Humberto Porta Mencos, guatemalteco.

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El radiotelegrafista

de este barco me ha enterado

que audazmente se ha lanzado

un cruel totalitarista,

persiguiendo la conquista

de toda la humanidad,

matando su libertad,

su razón y su conciencia,

con despótica violencia,

con exceso de crueldad.

 

Esagregó– peligroso

por estos mares cruzar,

porque pueden torpedear

nuestro barco. Tempestuoso

el tiempo está, y temeroso

de algún percance imprevisto,

todo lo tengo previsto,

y he ordenado, hace un momento,

que en caso de un hundimiento

el pasaje ya esté listo.

 

Las luces tendrán que ser

de un rato a otro apagadas,

mis órdenes están dadas

y no hay nada que temer.

Mas, lo que deben hacer,

si oyen de alarma señal,

es recurrir cada cual

a un bote salvavida

como prudente medida

contra un siniestro fatal.

 

El aviso tan violento

causó hondísima impresión

y en todo el amplio salón

no se notó más contento;

y fue tal el desaliento

y el temor que en él cundió,

que ni siquiera se oyó

como fuera de esperar,

la noticia comentar

cuando el capitán salió.

 

Con creciente actividad

los expertos marineros

alistaban los aperos

llenos de serenidad.

En cambio, con ansiedad

y los rostros angustiados

los pasajeros callados

ganaban los camarotes,

mientras bajaban los botes

de salvavidas dotados.

 

La tormenta principió

poco a poco a disminuir,

y la luna, relucir,

entre cirros se miró.

El océano se calmó

y el barco, tranquilamente,

hendiéndolo muellemente

después de la marejada,

siguió a marcha acelerada

con rumbo hacia el Occidente.

 

De súbito se escuchó

un horroroso estampido,

cual jamás se había oído

y el barco entero tembló;

hacia un lado se inclinó,

y entre algunos tripulantes,

timoratos, expectantes,

en esos graves momentos.

¡Sólo se oyeron lamentos

y ayes tristes, delirantes!

 

Un torpedo, por babor,

había al barco alcanzado,

dejó el casco perforado

y sin acción el motor.

Acto continuo, el temor

invadió a los pasajeros,

que se tiraron ligeros

desde cubierta al océano;

y lo mismo hizo el anciano

al par que otros marineros.

 

Pronto a un bote se treparon,

y remando duro y fuerte

arrancaron de la muerte

unas damas que encontraron

y que socorro imploraron;

y dejando ese lugar,

a aquel gigante del mar,

émulo feliz del viento,

balanceándose muy lento

lo miraron naufragar.

 

Por el oleaje mecidos,

exánimes, extenuados,

del cielo desamparados

y en medio del mar perdidos,

iban todos decaídos

y llenos de indecisión,

sin rumbo, sin dirección,

sin la más leve esperanza

de mirar en lontananza

el puerto de salvación.

 

Con las damas desmayadas,

sitibundos, sin sustento;

por el frío y por el viento

las sus carnes laceradas,

al dirigir sus miradas

hacia el lejano confín,

se percataron al fin

que el día se aproximaba,

porque el alba coloreaba

el oriente de carmín.

 

De enrojecido color

el sol surgió lentamente,

y cada vez más ardiente

fue sintiéndose el calor.

Todos con nuevo vigor

se pusieron a remar

con el ansia de llegar

presto a una costa cercana;

y que en toda la mañana

no lograron divisar.

 

Cuando las damas volvieron

del desmayo en que se hallaban,

a un mismo tiempo clamaban,

y a sollozar se pusieron.

Ellos las reconocieron

y les causón honda impresión,

por ser las que en el salón

de gala hacían derroche,

aquella pasada noche,

con marcada distinción.

 

Hoy los rostros demacrados,

desgarbada la figura,

la mirada vaga, obscura,

los cabellos desgreñados.

Con los trajes desgarrados

y llorando su desgracia…

¡Oh qué irónica falacia,

pues su belleza hechicera,

ficticia tan sólo era

como su encanto y su gracia!

 

Únicamente lucían

sus joyas esplendorosas,

engastadas de valiosas

piedras, que allí no valían,

aunque ellas las ofrecían

por la sed ya delirantes;

¡Y es que en la vida hay instantes

que es más valioso tesoro

un sorbo de agua, que el oro

y que todos los diamantes!

 

Entonces, compadecido,

nuestro anciano singular,

que acostumbrado a viajar

era en todo precavido;

por su bondad compelido

aprontó en aquella hora

su colmada cantimplora

para que la sed calmara

aquella dádiva clara

y de virtud bienhechora.

 

Y cuando todos bebieron

de aquella agua apetecida,

volver de nuevo a la vida

en su lasitud sintieron.

Las próximas horas fueron

más frescas para remar

en aquel desierto mar

de angustiadores tormentos,

porque del Norte los vientos

comenzaron a soplar.

 

Opaco se tornó el día,

y una banda de gaviotas

con rumbo a tierras ignotas

en el cielo se veía.

Del mar tan sólo se oía

de la s olas, el rumor,

y aquel golpe, animador,

de los remos que impulsaban

el bote, cuando remaban,

cada vez con más ardor.

 

Por la tarde divisaron

una franja verde, angosta,

que era de una larga costa

según ellos calcularon.

Con más ahínco remaron;

mientras tanto, un nubarrón

como un lúgubre crespón

el cielo empezó a cubrir,

y un aire frío, a batir,

cual presagiando un ciclón.

 

Ya noche, a tierra llegaron,

y con el alma contrita,

agobiados por la cuita

piadosamente se hincaron;

y sus preces elevaron

con ciega fe y devoción,

al buen Dios de compasión,

misericordioso y tierno,

¡Que es el espíritu eterno

que vive en la creación! 







 (Chiquimula, 14 de julio de 1901 – Ciudad de Guatemala, 16 de marzo de 1968) fue un poeta, periodista y escritor guatemalteco.


Cuarto poeta laureado de América. 


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