Había
una vez un país donde todos, durante muchos años, se habían acostumbrado a usar
muletas para andar.
Desde su más tierna infancia, todos los niños eran
enseñados debidamente a usar sus muletas para no caerse, a cuidarlas, a
reforzarlas conforme iban creciendo, a barnizarlas para que el barro y la
lluvia no las estropeasen.
Pero un buen día, un sujeto inconformista empezó a
pensar si sería posible prescindir de tal aditamento.
En cuanto expuso su idea, los ancianos del lugar, sus
padres y maestros, sus amigos, todos le llamaron loco: "Pero, ¿A quién
habrá salido este muchacho? ¿No ves que, sin muletas, te caerás
irremediablemente? ¿Cómo se te puede ocurrir semejante estupidez?"
Pero nuestro hombre seguía planteándose la cuestión.
Se le acercó un anciano y le dijo: "Cómo puedes ir en contra de toda
nuestra tradición".
Durante años y años, todos hemos andado perfectamente
con esta ayuda. Te sientes más seguro y tienes que hacer menos esfuerzo con las
piernas: es un gran invento. Además, ¿Cómo vas a despreciar nuestras
bibliotecas donde se concreta todo el saber de nuestros mayores sobre la
construcción, uso y mantenimiento de la muleta? ¿Cómo vas a ignorar nuestros
museos donde se admiran ejemplares egregios, usados por nuestros próceres,
nuestros sabios y mentores?"
Se le acercó después su padre y le dijo: "Mira,
niño, me están cansando tus originales excentricidades. Estás creando problemas
en la familia. Si tu bisabuelo, tu abuelo y tu padre han usado muletas, tú
tienes que usarlas porque eso es lo correcto."
Pero nuestro hombre seguía dándole vueltas a la idea,
hasta que un día se decidió a ponerla en práctica. Al principio como le habían
advertido, se cayó repetidamente. Los músculos de sus piernas estaban
atrofiados. Pero, poco a poco, fue adquiriendo seguridad y, a los pocos días,
corría por los caminos, saltaba las cercas de los sembrados y montaba a caballo
por las praderas.
Nuestro hombre del cuento había llegado a ser él
mismo.
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