Un sultán invitó a un mulá a salir a cazar con él y con su
séquito. Pero el sultán le dio al mulá un camello que era muy lento. El mulá no
dijo nada. Al poco de empezar, la cacería había dejado al mulá muy atrás y
luego de un breve lapso de tiempo había desaparecido de la vista por completo.
Entonces empezó a llover. Y llovió a cántaros.
Todos los participantes de la cacería se calaron hasta los
huesos. Por su parte, el mulá se bajó rápidamente del camello, se quitó todas
sus ropas, las dobló cuidadosamente unas encima de otras y se sentó sobre ellas
debajo del camello durante el tiempo que duró la tormenta.
Cuando cesó la
tormenta, el mulá se vistió nuevamente y volvió al palacio del sultán para la
hora de la comida. El sultán y su séquito estaban asombrados de que el mulá
estuviera completamente seco, pues ellos, a pesar de que sus camellos eran
mucho más veloces, habían sido incapaces de encontrar un refugio en toda la
llanura. Se quedaron mirando al mulá intrigados.
“Fue gracias al camello que me disteis”, dijo el mulá.
Al día siguiente, al mulá se le dio el camello más rápido y
el sultán tomó para sí el camello lento. Se dio el caso de que volvió a llover.
El sultán, desamparado en medio de la llanura, montado en un camello que se
movía a la velocidad de una tortuga, acabó totalmente empapado. Por su parte,
el mulá procedió a hacer lo mismo que había hecho el día anterior. Cuando
volvió al palacio, estaba tan seco como un esqueleto.
“Todo esto es culpa tuya”, le espetó el sultán, “por haberme
convencido de que cogiera este camello que va a paso de caracol”.
“Tal vez...”, respondió el mulá, “no asumisteis ninguna responsabilidad
personal en relación con el problema de manteneros seco”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario